viernes, 5 de agosto de 2011

CAPÍTULO 3

Me divisé a mi misma entre máquinas de coser e hilos de todos los colores. Mi madre se había marchado a hacer la compra, y me quedé con mi abuela, que ya estaba más gozando de las puertas del cielo que de su tumbona roida por los años.


Miguel se había marchado hace ya cosa de una hora. Había viajado hasta mi pueblo para visitarme, y para recordame mi antigua vida y mis antiguas preocupaciones. Durante esos días, habíamos estado hablando de los mismos temas transcurridos de siempre:
El amor, el sexo y el dinero. Éste último nos ocupó buena parte de la visita de mi amigo, el cual me hizo una reveladora confesión: había empezado a cambiar sus prioridades, y el dinero empezaba a no ser tan importante en su vida.
Quizás fuera por el corte de pelo que tanto necesitaba, o porque sus ojos decían todo lo contrario, pero la cuestión es que no le creí. Nadie no necesita el dinero, y la gente como nosotros, que lo habíamos saboreado durante un período corto de nuestra vida, aquellos años locos nos sabían a poco.
Como siempre empezamos a divagar. Él seguía con la loca, pero no descabellada idea de meterse a puta de lujo, y yo había encontrado una nueva forma de enriquecerme de una forma fácil y rápida: la ruleta de la suerte.
La cuestión de todo esto, es el hecho de preguntarse si el dinero no era tan importante.
¿En qué invertiríamos tanto dinero a nuestra edad? Definitivamente la respuesta vino de la mano de una factura de la universidad días después.
La formación cada vez era más cara, y así lo confirmaba ese primer recibo de 500 euros. Había decidido que, a pesar de todo, seguiría mis estudios en la universidad, supongo que para recordar algo de mi antigua vida. El día de inicio se acercaba, y el miedo me apresaba. Sabía que posiblemente, volver a la ciudad volvería a destapar todos los demonios del pasado. Mi madre se había opuesto a mi decisión de seguir con los estudios, pero creo que era más por el hecho de que deseaba que formara parte del estrecho y selecto club de casadas del pueblo, que por el miedo a mis recaidas emocionales. 

Cuando se fue Miguel, reflexioné sobre el hecho de depositar tantas y tantas esperanzas en una beca; me parecía algo ya absurdo. Mientras Max, un buen amigo de Miguel, vivía por todo lo alto en una casa con piscina a ras de suelo en la parte alta de la ciudad, nosotros esperábamos con ansia la apertura de las solicitudes de beca.
En una ocasión pregunté a Max en qué se sustentaba la fortuna familiar, no por interés trivial si no para entender de dónde bajaba todo aquel patrimonio.

Interrumpió mi pensamiento un niño, que pasaba con su móvil de última generación, escuchando a toda voz aquella horrible canción que me golpeaba el corazón con fuerza... la tecnología había llegado al pueblo.