miércoles, 6 de julio de 2011

CAPÍTULO 2

Había renunciado a convertirme en una pueblerina. Desechaba esa idea, porque me producía pavor pensar que acabaría como todos mis demás hermanos. Desde pequeña yo siempre había sido diferente, o al menos así me sentía.
Me levanté de la cama de madrugada. Después de varios intentos por volver a conciliar el sueño, me di por vencida. Mire hacia la ventana, y vi como la luz de la luna y las estrellas jugaban a entrar en mi habitación, consiguiéndolo por pequeños agujeros de la persiana rota.


Dirigí entonces la mirada hacia la estancia. Todo se mantenía igual, mi madre se había encargado de ello. Incluso los bolígrafos se encontraban en la misma posición en la que los dejé. Era como si desde aquel día, hace ya tres años, el mundo, mi mundo, se hubiera parado en aquella habitación. Y yo volviese a estar en el mismo punto de partida.
Sabía que si me quedaba allí, mi futuro se reduciría a lo establecido por el mundo cristiano. Todas mis antiguas compañeras gozaban de una "buena vida": estaban casadas con algún minero o tendero del pueblo, vivían en una casa impecable con un bonito jardín, y ya tenían dos o tres rechonchos hijos que correteaban por la plaza. El día de mi llegada fui la comidilla de ésta. Me dio la sensación de que se celebraba alguna fiesta popular, porque las mujeres se habían engalanado con sus mejores ropas, pero más tarde sabría que ir a la plaza era ya en sí un acontecimiento popular, y que vestirse como para ir a una boda, algo de lo más normal. 
Cuando pasé por aquella condenada plaza, las muecas y los chismorreos empezaron a danzar. Si algo caracterizaba al pueblo de Santa Philomena, era por su escaso disimulo. Hace años, tales muestras de desaprovación habrían causado en mi estragos fatídicos; ahora, lo único que me producían es una profunda pena.
Aún así, me afectaban. No por lo que pudieran inventarse, sino porque en cierta manera, cuanto más alto te crees de los demás, más larga y fuerte es la caída, y yo ya me creía triunfadora hace muchos años. Pensé que, al largarme de ese pueblo, me encontraría con un mundo de posibilidades, de virtudes públicas y vicios privados. En cierto modo, acaricié ese tipo de vida, estuve a punto de hacerla mía y regocijarme en ella.
Y sin embargo, aquí estaba de nuevo, siendo la comidilla y el hazmereir del pueblo.
Volví a tumbarme en la cama, con un brazo apoyado en la frente.Pensé que quizás el peso de éste haría que dejase de darle vueltas a lo que pudo haber sido y no fue.
-Por un hombre... Dios, por un hombre- pronuncié en voz baja casi sin pensarlo.
Hacía frío, pero quería sentir el frescor de las sábanas. Fue entonces cuando conseguí adormilarme.